Todas las actividades mentales y cognitivas de los seres humanos, incluyendo nuestros pensamientos, nuestra personalidad, nuestra conciencia, nuestras percepciones, recuerdos, emociones, comportamiento, todo lo que hemos sido, lo que somos y lo que seremos, salen del cerebro. Y no hay magia, de la actividad neuronal surge la mente humana.
Rafael Yuste
Vídeo : la fascinante historia de la neurociencia en 60 segundoshttps://youtube.com/shorts/yOOOP4nTYjs?si=jjAtGXzahU1-4oH0
Breve historia del cerebro
En la actualidad sabemos que el cerebro es una estructura biológica de enorme complejidad que gestiona la actividad del sistema nervioso. Sin embargo, el estudio e interpretación de su funcionalidad ha ido cambiando a lo largo de la historia. El primer documento escrito en el que aparece nombrado el cerebro corresponde a un papiro egipcio descubierto por Edwin Smith de aproximadamente el año 1600 a.C (Vargas et al., 2012). Los egipcios no consideraban importante el cerebro porque al preparar las momias lo extraían y lo desechaban, aunque sí que conservaban otros órganos internos del difunto para que pudiera volver a nacer en el futuro.
En la Grecia Antigua, Aristóteles (384-322 a.C.) creía que la mente residía en el corazón, mientras que el cerebro solo servía para refrigerar la sangre (Alonso, 2018). Aunque no todos los autores clásicos compartían esta concepción. Por ejemplo, Hipócrates (460-377 a.C.), considerado como el padre de la medicina moderna (Grammaticos y Diamantis, 2008), atribuyó los sentimientos de alegría, el placer, el dolor o el lamento al cerebro e, incluso, llegó a vincular heridas en un lado del cráneo con parálisis en la parte opuesta del cuerpo (Álvarez, 2013). Hoy sabemos que cada hemisferio cerebral recibe señales del lado opuesto del cuerpo.
Varios siglos después, Galeno (130-200 d.C.), aunque no pudo diseccionar cerebros humanos porque se lo prohibía la ley romana, sí que lo hizo con distintos tipos de animales, como gatos, perros, bueyes, etc., prestando especial atención a los nervios y sus conexiones con los músculos. Galeno se atribuyó la idea clásica de que los nervios eran una especia de conductos huecos por donde circulaban los “espíritus animales” del cerebro para poder mover las diferentes partes del cuerpo (Álvarez, 2010). Esta concepción tuvo una enorme influencia y duraría más de 1000 años. De hecho, durante la Edad Media no se produjeron avances científicos relevantes porque se abandonó la experimentación. Aunque en la época medieval, a diferencia del periodo clásico, se tendía a localizar las facultades mentales en ventrículos o cavidades específicas del cerebro. Se creía que todos los nervios de los sentidos confluían en un sentido común ubicado en un ventrículo frontal que era la sede del alma en los humanos (Álvarez, 2013).
La búsqueda del cristianismo de un lugar para el alma culminaría tiempo después con las ideas de Descartes (1596-1650) sobre la glándula pineal, única región cerebral que no está duplicada y que sería el lugar idóneo en el que la mente fuera capaz de influenciar al cuerpo, pero no al revés (Morgado, 2021). Actualmente, la gran mayoría de la comunidad científica no acepta el dualismo cartesiano, según el cual la mente (alma), que es inmaterial e indestructible, sería una entidad separada del cuerpo, que es material, y asume que la mente es originada por el cerebro.
La llegada del Renacimiento conllevó la vuelta a la experimentación y con ello el resurgimiento de la ciencia. Muy importantes fueron los estudios de Leonardo da Vinci (1452-1519) sobre neuroanatomía, aunque la gran revolución provino de las investigaciones anatómicas en humanos de Andrés Vesalio (1514-1564; ver video) estudiando la estructura del cerebro sano y también la del del enfermo, desmontando las ideas aportadas por Galeno en sus disecciones con animales (Alonso, 2018). Y fue en el siglo XVII cuando Swammerdam (1637-1680) realizó unos importantes experimentos con ranas en los que demostró que la contracción de los músculos no incrementaba su volumen por la presencia de espíritus animales, refutando así la hipótesis espiritual. Como demostró posteriormente Galvani (1737-1798), también en experimentos con ranas, era la electricidad generada por los cerebros de los animales la que recorría los nervios y movía los músculos (Cobb, 2002).

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Aunque la Ilustración abrió la puerta de la física del cerebro, fue en el siglo XIX cuando nos adentramos más profundamente en el conocimiento del cerebro y más concretamente de la corteza cerebral, sobre la que hoy sabemos que se asientan los procesos cognitivos complejos que nos caracterizan a los humanos (Fuster, 2015). Este siglo vivió un acalorado debate entre los partidarios de que cada función mental se localiza en una región específica de la corteza y los que la veían como un todo homogéneo. En el inicio del siglo XIX surgió la frenología, un sistema creado por Franz Joseph Gall (1758-1828) en el que vinculaba la personalidad con las protuberancias del cráneo. Aunque la idea original de Gall basada en la especialización funcional de las distintas regiones cerebrales era correcta en un principio, tal como demostraron los estudios posteriores de Pierre-Paul Broca (1824-1880) y Carl Wernicke (1848-1905) con pacientes con déficits lingüísticos, su metodología acientífica condujo a tesis erróneas que acabaron con el descrédito de la teoría (Wickens, 2014). Y si Broca y Wernicke demostraron la existencia de zonas específicas de la corteza encargadas del lenguaje, Gustav Fritsch (1838-1927) y Edward Hitzig (1838-1907) realizaron experimentos con perros que les permitieron descubrir la corteza motora que es responsable del movimiento corporal. De forma similar, David Ferrier (1843-1928) identificó la corteza sensorial en experimentos con monos (Sandrone y Zanin, 2014).
Hasta el siglo XIX, los principales avances sobre el funcionamiento del cerebro se limitaban a su estructura macroscópica. Sin embargo, alcanzado el siglo XX, debido al desarrollo de las técnicas de tinción celular por Camilo Golgi (1843-1926), el foco de la investigación se puso en la estructura microscópica del cerebro. Fruto de estos estudios, Ramón y Cajal (1852-1934) demostró que el sistema nervioso está formado por células nerviosas individuales e independientes y desarrolló dos principios trascendentales sobre la función nerviosa que marcaron el inicio de la neurociencia moderna. El primero hacía referencia a que las redes neuronales están constituidas por neuronas en contacto (ver figura 1). Y el segundo, que los contactos entre neuronas de una red pueden cambiar e incrementarse con el aprendizaje y la adquisición de memoria (Fuster, 2020).
Figura 1. Dibujo de Ramón y Cajal (1899) que muestra las espinas dendríticas (Instituto Ramón y Cajal de Madrid).
Años más tarde de que Cajal describiera el sistema nervioso, Charles Sherrington (1857-1952) fue desentrañando su funcionamiento. El descubrimiento de Cajal de que las neuronas eran estructuras anatómicas independientes remarcaba la importancia del espacio entre ellas. Sherrington llamó sinapsis al espacio de conexión entre neuronas y supuso que ahí era donde la información se transmitía la información de una a otra, la clave de la actividad cerebral, tal como se confirmó con la aparición del microscopio electrónico (Kandel y Squire, 2000).
Estudios posteriores demostraron la naturaleza química de las transformaciones que se dan en las sinapsis y desvelaron la presencia de los neurotransmisores, moléculas que transmiten información entre las neuronas (López-Muñoz y Alamo, 2009). En la actualidad sabemos que los cambios en las sinapsis de las neuronas (neuroplasticidad) son los responsables de que el cerebro esté remodelándose y adaptándose continuamente a partir de las experiencias que vivimos, y de que podamos aprender durante toda la vida (Pascual-Leone et al., 2005), lo cual tiene muchas implicaciones educativas (ver video).
Nacimiento de la neurociencia cognitiva
Aunque es necesario un enfoque celular para comprender cómo funciona el cerebro, este enfoque es insuficiente. Para entender cómo pensamos, sentimos y actuamos las personas, también se necesita entender cómo la acción integradora del cerebro, a través de sus redes neurales, produce la cognición (Fuster, 2000; ver video). Ese es el objetivo de la neurociencia cognitiva, pero solo es posible integrando métodos que provienen de distintas disciplinas, como veremos a continuación.
Del conductismo a la psicología cognitiva
Durante el periodo más influyente del conductismo, en la década de 1950, muchos psicólogos asumieron que la conducta observable era todo lo que existía en la vida mental, lo cual redujo la psicología experimental de la época a un conjunto limitado de problemas que evaluaban la relación entre estímulos físicos concretos y las respuestas observables (Pozo, 1989). Desde la perspectiva conductista, los procesos mentales que no se podían observar se consideraban inaccesibles para el estudio científico. El cerebro era una caja negra cuyo conocimiento no servía para validar las teorías psicológicas.
La psicología cognitiva surgió en la década de 1950 para superar las limitaciones del conductismo. En concreto, 1956 sería un año crítico ya que George A. Miller, quien años después acuñaría el nombre de Neurociencia Cognitiva junto a Michael S. Gazzaniga (Ochsner y Kosslyn, 2013) publicó el influyente artículo “The magical number seven, plus-or-minus two”, en el que sostenía que los seres humanos tenemos una capacidad como canal de información (lo que luego se llamaría memoria de trabajo) limitada a siete (más o menos dos) ítems simultáneos.
Los psicólogos cognitivos no se conformaron con describir las respuestas motoras originadas por los estímulos sensoriales, sino que se interesaron por investigar los mecanismos cerebrales que convierten un estímulo sensorial en una imagen, palabra o acción. Para ello adoptaron dos supuestos. El primero de ellos era que en el cerebro existía conocimiento independiente de la experiencia. Y el segundo hacía referencia a que el cerebro es capaz de desarrollar unos mapas cognitivos (representaciones internas del mundo externo) que luego utiliza para generar una imagen con sentido de lo que ocurre en el exterior (Kandel, 2007). Estos mapas cognitivos se combinan con los conocimientos previos para ejecutar una acción. Esta idea de mapa cognitivo fue muy útil para el estudio del comportamiento, pero tenía el problema de que no podía estudiarse de forma directa. Para adentrarnos en la caja negra de la mente se requería la aportación de la biología, en concreto de la neurociencia, la disciplina biológica que estudiaba los procesos cerebrales. En la década de 1960 comenzó una colaboración directa entre los psicólogos cognitivos, los conductistas y los especialistas en el cerebro que acabaría siendo muy fructífera.
Emergencia de la neurociencia cognitiva
En plena hegemonía conductista, Donald Hebb (1904-1985) publicó en 1949 su famosa obra The organization of behavior. En ella introdujo algunos postulados en los que el sistema nervioso era imprescindible para explicar la conducta, como el referido a las bases sinápticas del aprendizaje, que fueron clave en el desarrollo de una nueva psicología y también para el desarrollo de la neurociencia moderna. Estos postulados fueron verificados años después gracias al desarrollo de las tecnologías experimentales. Según Sejnowski (1999), Hebb podría considerarse el primer neurocientífico cognitivo al integrar los conocimientos cognitivos, neuroanatómicos, neurofisiológicos y computacionales de la época.
El enfoque integrador de la neurociencia se produjo de forma progresiva en la segunda mitad del siglo XX. En las décadas de 1950 y 1960, se dio una fusión gradual entre distintas disciplinas que utilizaban sus propias metodologías experimentales como la neuroanatomía, la neurofisiología o la neuroquímica. Esto fue importante porque durante gran parte del siglo XX fue difícil la comunicación entre la neurociencia y la biología (Kandel y Squire, 2000). El lenguaje de la neurociencia se basaba más en la neuroanatomía y la electrofisiología, que no en el lenguaje biológico universal de la bioquímica. Y en la década de 1980, la neurociencia se integraría en otras áreas de la biología, como la biología molecular y la genética molecular (Cowan, Harter y Kandel, 2000). Fue precisamente en la década de 1980 cuando se dio la fusión entre la neurociencia, la ciencia de los mecanismos cerebrales, con la psicología cognitiva, la ciencia de los procesos mentales. Esta fusión originó la neurociencia cognitiva, un enfoque coherente y sistemático de la función mental basado en el cerebro que tiene como objetivo comprender desde una nueva perspectiva actividades mentales como la percepción, la memoria, el lenguaje e incluso la consciencia (Escera, 2004).
La neurociencia cognitiva, como disciplina integradora que es (ver tabla 1), surgió como consecuencia de avances experimentales tradicionalmente utilizados en distintas disciplinas. Por ejemplo, las técnicas utilizadas para estudiar la actividad de células aisladas en cerebros de animales en neurología, el análisis de la conducta en pacientes con lesiones cerebrales en psicología experimental, la creación de modelos computacionales de grandes poblaciones de neuronas y la utilización de técnicas de visualización cerebral en las ciencias computacionales (Churchland y Sejnowski, 1988). Como analizaremos luego, este último avance fue crítico en el desarrollo de la neurociencia cognitiva y en la aparición de la neuroeducación. Y también conviene mencionar que esta diversidad de estudios puso de manifiesto que funcionales mentales complejas, como la memoria o el razonamiento, son posibles debido a un conjunto de procesos subyacentes de localización específica que requieren interacción, es decir, por sí solos no pueden explicar la función. Podemos decir que el funcionamiento del cerebro es holístico y que el código de la memoria y del conocimiento es relacional, es decir, las redes neuronales que nos permiten aprender son asociativas (Fuster, 2021). De forma parecida al funcionamiento global del cerebro, algunos autores han propuesto la necesidad un enfoque global para la mejora de las funciones ejecutivas (Diamond, 2010; Ling y Diamond, 2016), en particular, y, de la educación (Cantor et al., 2021; Darling-Hammond et al., 2020), en general, que no solo tiene en cuenta las necesidades cognitivas de los estudiantes, sino también sus necesidades emocionales, sociales y físicas (Immordino-Yang et al., 2019).

Tabla 1. Niveles de análisis de la neurociencia cognitiva, de menor a mayor a complejidad (Álvarez, 2013).
Tal como mencionamos antes, suele atribuirse el nombre de neurociencia cognitiva a los investigadores Michael S. Gazzaniga y George A. Miller a finales de los años 70 y parece que estos autores fueron quienes utilizaron por primera vez el término neurociencia cognitiva, en 1976, para titular un curso que impartieron en el Cornell Medical College sobre las bases biológicas de la condición humana (Gazzaniga, 1984; citado por Escera, 2004). Sin embargo, los años decisivos en la aparición explícita de la neurociencia cognitiva como disciplina con un objeto claro de estudio fueron los últimos años de la década de 1980, con publicaciones importantes. Por ejemplo, en 1988, en su influyente artículo titulado “Localization of cognitive operations in the human brain”, Posner y sus colaboradores revisaron su propio trabajo sobre el procesamiento del lenguaje realizado con tomografía por emisión de positrones (TEP), identificando distintas activaciones de regiones cerebrales ante diferentes aspectos de procesamiento del lenguaje, demostrando así que las operaciones mentales que constituyen la base del análisis cognitivo están estrictamente localizadas en el cerebro (Posner et al., 1988). Michael Posner realizó estudios pioneros sobre la neurociencia cognitiva de la atención e incluso publicó hace unos años, junto a Mary Rothbart, Educating the human brain, uno de los primeros libros en los que investigadores prestigiosos vinculaban la neurociencia con la educación.
Al año siguiente, en 1989, se publicó el primer volumen de la revista Journal of Cognitive Neuroscience, que iba a convertirse en el órgano de expresión más prestigioso de la disciplina (Escera, 2004).
La década del cerebro
Los descubrimientos de Cajal posibilitaron el inicio del estudio de circuitos neuronales específicos del cerebro humano, aunque esto solo era posible examinando cerebros obtenidos de autopsias. A través de una autopsia se podía conocer la localización y forma de las diferentes estructuras cerebrales, pero nada sobre su funcionamiento. El gran reto era el desarrollo de técnicas que posibilitaran el análisis del interior del cerebro vivo, no solo de su estructura, sino también de su funcionamiento. Como veremos a continuación, fue en la década de 1990 cuando aparecieron las modernas técnicas de neuroimagen funcional que supondrían una verdadera revolución en la neurociencia cognitiva, pero antes se produjeron avances importantes en el desarrollo de la tecnología asociada al escaneo cerebral. La gran mayoría de estas técnicas surgieron como consecuencia de la investigación básica en la física de altas energías. Un ejemplo más en la historia de la ciencia sobre la importancia, no solo de la investigación básica, sino también del trabajo interdisciplinar como requisito imprescindible en el avance del conocimiento.
En la década de 1920, Hans Berger (1873-1941) realizó los primeros electroencefalogramas (EEG) en humanos (Millet, 2001). Esta técnica consiste en colocar electrodos sensibles en el cuero cabelludo para registrar las ondas asociadas a la actividad neuronal en la corteza cerebral.
El EEG es una técnica sencilla y no invasiva que tiene una buena resolución temporal, es decir, es capaz de registrar cambios en la actividad cerebral del orden de milisegundos. Sin embargo, tiene una mala resolución espacial. Como no puede dar información sobre lo que ocurre en el interior de la corteza cerebral las señales son difíciles de localizar (Baillet, 2017).
Años más tarde, en la década de 1960, David Cohen realizó las primeras medidas con la magnetoencefalografía (MEG; ver video), una técnica parecida a la EEG, aunque más precisa (Lopes da Silva, 2013). En lugar de medir la actividad eléctrica de las poblaciones de neuronas, registra las ondas magnéticas de la actividad neuronal a través de más de doscientos detectores magnéticos colocados alrededor de la cabeza. Al igual que la EEG, la MEG también es una técnica no invasiva con una muy buena resolución temporal, e incluso con mejor resolución espacial, aunque tampoco da información sobre la organización anatómica del cerebro vivo, por lo que su utilidad mejora combinándose con técnicas que aparecieron años más tarde, como la resonancia magnética funcional (Dale y Serrano, 1993).
En el inicio de la década de 1970 se desarrolló una nueva tecnología para diagnóstico con imágenes que se llamó tomografía axial computarizada (TAC), la cual utiliza un equipo de rayos X especial para crear imágenes transversales del cuerpo. Fue el primer método de obtención de imágenes internas del cerebro vivo, tanto de estructuras normales como dañadas (Dillon, 2021).
Unos años más tarde apareció la resonancia magnética (RM), una técnica que, a diferencia del TAC, no utiliza radiación ionizante, sino un campo magnético de gran intensidad para producir imágenes tridimensionales del cerebro (Leach, 2004). Tanto el TAC como la RM se utilizaron en medicina para localizar lesiones cerebrales. Sin embargo, en neurociencia se necesitaba una técnica que pudiera desvelar el funcionamiento cerebral.
La primera de estas técnicas aparecidas fue la tomografía por emisión de positrones (TEP) a final de la década de 1970, una técnica que permitía revelar el nivel de actividad de las regiones cerebrales analizadas en un determinado momento midiendo su gasto energético o metabolismo de la glucosa (Placzek et al., 2016). Se inyecta al paciente una solución radiactiva que circula hacia el cerebro. Las regiones más activas acumulan una mayor parte de la radiación, que es registrada por detectores localizados en la cabeza del individuo. El problema es que se trata de una técnica invasiva, por lo que no es adecuado su uso en la infancia (Goswami, 2019).
Sin embargo, a principios de la década de 1990 se desarrolló la resonancia magnética funcional (RMf), una técnica no invasiva que no utiliza radiación (Ogawa et al., 1990). La actividad neuronal requiere una provisión de oxígeno a través de la sangre. Utilizando un imán de gran potencia, el escáner de RMf detecta el oxígeno porque es transportado por la hemoglobina que, debido al hierro que posee, tiene propiedades magnéticas. Se compara la cantidad de hemoglobina oxigenada que llega a las neuronas con la cantidad de hemoglobina desoxigenada que las abandona (Raichle, 2009). Mediante técnicas computarizadas complejas, en la pantalla de un ordenador aparecerán coloreadas las regiones cerebrales activadas según la cantidad de sangre oxigenada que reciben, ubicándolas con una precisión de hasta un milímetro (ver figura 2).
Figura 2. RMf de una madre y su hijo (https://ki-images.mit.edu/2016/saxe)
Aunque la precisión espacial de la RMf es muy buena, no ocurre lo mismo con su resolución temporal ya que las imágenes creadas dependen de cambios en el flujo sanguíneo y pueden tardar algunos segundos en crearse (Bandettini, 2009). Es por ello que, en la práctica, es muy común combinar diferentes técnicas de escaneo cerebral para optimizar los resultados, junto a las técnicas propias de la psicología experimental (Goswami, 2019).
El descubrimiento de la RMf coincidió en el tiempo con la declaración por parte de George Bush, presidente de Estados Unidos en esos años, de la declaración de la “Década del Cerebro” (Jones y Mendell, 1999), con todo lo que conllevó a nivel de financiación. Esto posibilitaría la realización de una enorme cantidad de investigaciones que revolucionaron la neurociencia cognitiva. Ya era posible analizar en directo el funcionamiento del cerebro mientras pensamos, leemos, calculamos, jugamos…, todas ellas tareas que se realizan con frecuencia en la escuela. Era una cuestión de tiempo que los educadores se acercaran a la ciencia del cerebro.
Jesús C. Guillén
Referencias:
1. Alonso, J. R. (2018). Historia del cerebro: Una historia de la humanidad. Guadalmazán.
2. Álvarez, J. G. (2010). Breve historia del cerebro. Crítica.
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